Un menor de 16 años murió acuchillado por otro de 17. El barrio San Francisco, de Chimbas, ya tiene sobrados antecedentes de crímenes e inseguridad. Mientras la derecha opina que hay que eliminarlos, los pibes caminan sin rumbo, perdidos en una nebulosa de incertidumbre sobre el futuro y la certeza de la escasez de oportunidades con la que se despiertan todos los días. Algunos mueren de hecho, desvanecidos en el pavimento por una bala o un puntazo certero, otros están muertos con los ojos abiertos, deambulando por la cornisa que les tocó como “vida”. Un problema social y cultural que llevará tiempo erradicar y que ningún gobierno parece querer atenderlo de verdad.
“Los enfermos de la patología antisocial, locura y peligro que cada pobre contiene, se inspiran en los modelos de buena salud del éxito social”, dice Eduardo Galeano. Y yo veo en las noticias que un pibe mató a otro en el barrio San Francisco II, el segundo domingo de octubre, en otra madrugada oscura y sorda que no escucha los gritos de los desesperados.
Hace algunos años ingresé a ese lugar de miradas desafiantes en donde la incertidumbre es una constante y la vida vale menos que la de quienes deciden sus felicidades y desesperanzas. Comprobé que al igual que en el ensayo Patas Arriba, de Galeano, algo está al revés en algunos barrios. En el San Francisco I y en el II, pese al maquillaje de la erradicación de villas, los problemas sociales de sus habitantes siguen en pie. Sus techos no se llueven como en sus viejos ranchos, pero la convivencia entre los vecinos hace agua y los desocupados crecen como plantas alimentadas de inflación, recesión y desigualdad.
En la zona lindante a ese paraíso para marginados ya son comunes los robos y los asaltos. Cuando el móvil de la Comisaría 26º ingresa por la noche al barrio, habitualmente es recibido con pedradas. Un comerciante me aseguraba que tenía un revólver y que los ladrones se podían llevar todo, pero cuando se estuvieran por ir los iba a llenar de balas. Meses después fue baleado en un asalto y se salvó de milagro. “El que me disparó es el mismo que entró a robar a un negocio en Concepción el año pasado y el carnicero se defendió a balazos. Está preso y es del barrio San Francisco”, asegura ahora.
En ese barrio, por las noches las luces son tenues y las farolas rotas ya ni siquiera cumplen su función, las rompen para tapar ese agujero negro en el que se sumergen entre drogas, vino en cartón y descontrol. No tienen rumbo y sus miradas son inestables. En la madrugada del domingo, todo se impregnó de olor a “sangre rancia de tramontina tajeador”, como en la letra de Los Redondos. Y fue justamente un cuchillo el que terminó con la vida de Marcos Francisco Bustos Calívar, sobrino de Estela del Valle Bustos, la embarazada asesinada a golpes en el barrio Las Alondras el año pasado por Cristian Fretes, su pareja -caso emblemático de violencia doméstica en San Juan-.
El supuesto asesino de Marcos es otro menor apodado “Miguelito”, ya conocido en la zona por sus actuaciones delictivas (presumiblemente estuvo acompañado por otro adolescente). Los dos, asesinado y asesino hasta hace poco tiempo eran amigos, los dos ya contaban con entradas en la policía. Uno terminó tirado en el pavimento ya casi sin aliento, muriendo después camino al hospital; el otro, por ahora está muerto en vida, al menos que alguien lo conduzca hacia su salvación personal.
En el 2009 me tocó cubrir periodísticamente el crimen de un hombre cuyo cuerpo yacía entre las piedras sueltas de una calle sin pavimentar en ese barrio. Una supuesta pelea familiar habría sido la causa para que un disparo de arma de fuego termine con otra vida en la noche calurosa de primavera.
En esa zona fue noticia además un pibe que al querer ingresar a una vivienda vecina al San Francisco murió electrocutado entre las rejas que el dueño de casa había dispuesto como desafortunada defensa por su hartazgo a los robos. La policía tuvo que reprimir durante varios días los intentos incendiarios de familiares y amigos del fallecido, y la familia que habitaba la vivienda se tuvo que ir para siempre del lugar.
Hace cinco años, cuando entré a ese barrio conocí a Jairo, que estaba sin trabajo y había dejado el estudio. Jairo me decía que en la noche “cuando se corta la luz, en el San Francisco se pudre todo”. A Jairo me lo encontré hace poco y me reconoció, me dijo que había estado “guardado”, que hacía poco tiempo había salido de la cárcel por un robo.
Y Galeano detalla: “Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen”.
En el barrio San Francisco I, ex villa San Francisco, hay 100 casas. Pegado a ellas hay 60 viviendas más que forman el barrio San Francisco II, provenientes de la ex villa “La Paloma”, de Santa Lucía. Al principio hubo batallas campales entre los dos barrios con el fin de definir liderazgos, ahora las batallas se dan después de los ajustes de cuentas que terminan con una vida desparramada en el suelo.
Entre los dos barrios hay cerca de 200 familias en al menos 160 viviendas –según los datos que dio a conocer César Luján del CIC de Chimbas en el 2009-, porque en algunas viven dos familias. A eso se le suma que un 50 % de los matrimonios tiene más de dos niños.
Al barrio San Francisco se puede ingresar sólo de día, sin demasiados objetos de valor y sin acercarse mucho a la segunda cuadra, porque los riesgos que se corren, según las advertencias de los propios vecinos, empiezan a ser altos.
El sol pega de lleno sobre el mediodía sanjuanino. Algunos pibes de no más de 10 años juegan en las cercanías a la plazoleta que está pegada a una especie de potrero futbolero con arcos de hierro y cancha de tierra dura con piedras sueltas, mientras los demás pasan con sus guardapolvos hacia la escuela Estanislao Soler del barrio Los Tamarindos.
En la vereda, Jairo, Fabio, Sebastián y Jorge, que rondan los 20 años, se juntan a conversar.
Jairo me decía que a una casa le tuvieron que cerrar con ladrillos dos ventanas de una ampliación porque “les rompían los vidrios a pedradas”. Los chicos aclaraban que son changarines, algunos trabajaban en la cosecha en el verano y no conseguían empleo estable. El escenario se presenta claro, porque en los barrios humildes cuando hay desocupación generalmente afloran los quioscos como medio de supervivencia. Por calle Santa Cruz, en una cuadra hay al menos cuatro quioscos.
Jorge, que en el 2009 tenía sus monedas por el trabajo de carnicero, contaba no era mucho lo que ganaba, “pero por lo menos me saca del agua”, decía.
Ninguno de esos chicos estudia. La mayoría empezó la secundaria, pero no terminaron. Ellos aseguran que en el barrio son pocos los jóvenes que “están en la facultad”. La mayoría apunta a trabajar en la construcción y las mujeres, como empleadas domésticas. Pero en ese mundo laboral también compiten contra otro karma: “Cuando presentás el certificado de antecedentes no te dan laburo, y si decís que sos del barrio San Francisco no te dan bola”.
Jairo cuenta que “hay personas en el barrio que tienen siete niños y viven de un plan social”. Aunque esa postura es rebatida en parte por Sergio, un panadero de la zona que admite que en el barrio “hay gente que tiene varios planes en una misma casa”.
Los chicos sostienen que algunos dirigentes políticos llegan hasta el barrio en épocas de campaña y les prometen posibilidades de trabajo que después se diluyen en el olvido ciclotímico que tiene casi siempre la política partidaria. Sebastián asegura que con algunos jóvenes ha realizado “pegatinas de afiches proselitistas y a veces nos encontrábamos con pibes del barrio que estaban pegando carteles para otros políticos y nos agarrábamos a las piñas”. ¿A cambio de qué hacían las pegatinas?: “Por una bolsa de mercadería”.
Las frustraciones de muchos menores se sumergen y se disipan por algunos segundos en la evasión destructiva. Según Jorge, hay jóvenes que se drogan. Y una dirigente barrial expresaba en la época de la nota que los chicos muchas veces pasan a cualquier hora por la calle inhalando pegamento en bolsas. Julio, un mayor de edad del San Francisco II decía que no hay drogas muy peligrosas en la zona, pero que ha visto pibes fumando porros y que otros se drogan con pastillas.
En la zona lindante a ese barrio, en ocasiones los vecinos son víctimas de robos, asaltos, “robos en banda” (entre varios delincuentes), “escruches” (se meten en las casas y las desvalijan) y “pungas” (ingresan a los locales comerciales y en un descuido se llevan algo).
Por la tarde, los comercios abren pasadas las seis, pero para evitar robos o asaltos cierran antes de las nueve de la noche, perdiendo ventas. En los barrios Los Tamarindos, Jardín Ferroviario, Luz y Fuerza y en el propio San Francisco algunos vecinos han optado por cerrar con rejas los frentes de sus casas. De noche, los remises y taxis prefieren no entrar demasiado a la zona.
Los pibes del San Francisco dicen que en los otros barrios no los quieren. Muy cerca de sus casas, por la inseguridad se abarataron los costos de los terrenos aledaños y las viviendas son vendidas a un precio de pérdida con tal de emprender el éxodo.
Eduardo Galeano dice que “a muchos, que son cada vez más muchos, el hambre los empuja al robo, a la mendicidad y a la prostitución; y la sociedad de consumo los insulta ofreciendo lo que niega. Y ellos se vengan lanzándose al asalto, bandas de desesperados unidos por la certeza de la muerte que espera”.
Le pregunto a Jairo cuáles son sus sueños y me dice que se quiere ir del barrio, que quiere llegar a ser algo mejor de lo que es ahora.
El domingo 12 de octubre de 2014, cuando el reloj marcaba la una de la mañana, un pibe de 16 años perdía sangre tirado sobre la calle. A Marcos Bustos -según dijo su madre- lo mataron otros dos menores de edad. A los tres, los mató el sistema hipócrita que no los incluyó.