Uno de los más grandes escritores argentinos de los últimos 50 años apareció hoy en diario Clarín en una entrevista imperdible. Acá la nota completa.
Abandonen casi toda esperanza de encontrar anécdotas y chismes quienes se adentren en las páginas de Diarios. 1954-1991, de Abelardo Castillo. Algo de eso van a encontrar pero este libro es, por sobre todas las demás cosas que también es, la historia de una voluntad: escribir y ser escritor. A veces, eso se cuenta a través de anécdotas. Por ejemplo, la entrada del primero de octubre de 1958: “No quiero vivir engañado más tiempo. O renuncio a IGGAM –el trabajo– o renuncio a Abelardo Castillo. La elección parece simple”, anotó el muchacho de 22 o 23 años. Tiempo después, volvería a estar en esa disyuntiva. En el living de su casa, risueño y muy esbelto a sus casi 80, lo contó así: “Trabajé en un banco 14 días, y renuncié el día que gané el premio de Gaceta Literaria, porque tenía que ir a una entrevista en Radio Nacional y le dije a mi jefe que al otro día iba a tener que salir antes. El me dijo que no. Al día siguiente le digo ‘señor, me voy’ y él ‘no, no se puede ir’; ‘le aseguro que me puedo ir’, le dije, ‘además, no voy a venir nunca más’. Y así se terminó mi segundo trabajo.”
-Usted cita a Dostoievski para hablar de la “insinceridad” de los diarios personales.
-Para saber quién es un autor es más útil leer su obra de ficción. Probablemente hay capítulos de Crónica de un iniciado donde he ido más lejos y he sido más sincero, aún mintiendo, que en el diario. Por otra parte, los diarios no se escriben casi nunca en un estado normal, escribís cuando estás muy preocupado o muy desesperado o muy triste. Nadie escribe en un diario “hoy es un día precioso, me encontré la mujer de mi vida, hay un gran sol, estoy alegre”, no. Los grandes diarios, en general, dan la impresión de que el autor es siempre un atormentado y no, estaba atormentado cuando escribió en el diario.
-Usted afirmaba que si estaba bien no podía escribir.
-Sí, la felicidad, por lo menos a mí, me juega en contra. La literatura no se vive, se escribe, la vida se vive. Si estás haciendo el amor no estás pensando el tema para una novela. La vida real es muy difícil de escribir, eso por otra parte lo han dicho todos los escritores: hay que dejar morir el sentimiento para poder rearmarlo en la literatura y darle el sentido que tiene.
-Una construcción a posteriori.
-Siempre; en las fotografías de los diarios, cuando hay una gran catástrofe, aparecen chicos que se están riendo, como jugando. Rememorada, esa infancia empieza a ser triste, pero en el momento en que los chicos la estaban viviendo tal vez no era triste, porque está el mayor, el padre o la madre, que suponen que son los que tienen que arreglar todo. Entonces, muchas veces he dicho, ¿qué versión querés que te cuente de mi vida?, ¿la patética o la alegre? Porque podés contar un mismo hecho patéticamente o con alegría, pero es porque lo resignificaste después, el pasado es lo que sentís hoy de lo que es el pasado.
-¿Y cuando lo escribió, ¿qué lectores imaginaba para este diario? ¿O no imaginabas ninguno?
-Ninguno: el lector que imaginaba era yo mismo algunos años después. Para saber realmente quién sos, a veces tenés que recurrir a la pregunta de qué hubiera hecho yo a los 20 años. Tenía también la idea de ordenarme a mí mismo, como tal vez se nota en algunos apuntes que hay sobre Nietzsche o sobre Unamuno. La idea de la publicación es muy tardía, hará 3 o 4 años que Sylvia –Iparraguirre, su mujer, también escritora– me convenció, y algunos alumnos míos, a los que yo leía fragmentos del diario, para decirles que los problemas que ellos tenían en la literatura los tenía todo el mundo.
-Usted dice que es el destinatario de usted mismo. ¿Todo el tiempo se reconoce o hay cosas que le generan extrañeza?
-No me reconozco con facilidad a veces, porque no puedo saber exactamente cómo era. Por ejemplo, sé que hay páginas que fueron escritas en estado de ebriedad. La otra vez Sylvia me dice ‘tenés una descripción tan linda de una ardilla en el diario’ y le dije no, no era una ardilla, es una chica. Y hay otras cosas que están contadas como ficciones, en tercera persona y son totalmente personales. Es un yo que ya fue, esto suele ocurrir a veces.
-Hay muy pocas alusiones al alcohol en los Diarios.
-Sí y tomé durante 13 años y tomé muchísimo. Lo que pasa es que, primero, no aceptaba ser alcohólico, como todos los alcohólicos; segundo, que como podía escribir normalmente, no iba a poner ‘estoy escribiendo borracho’. Para saber algo acerca de mi alcoholismo, lo más probable es que tengas que ir a El que tiene sed donde hay cosas inventadas, omitidas incluso, pero que dan mucho mejor la medida.
-Eso de escribir le evitó la pérdida de memoria que a veces ocasiona el alcohol.
-Bueno, quién sabe todas las cosas que no anoté. Yo me acuerdo de haberle dicho a Sylvia y a Lelia, que es otra de las protagonistas del diario, ya de la época de mi alcoholismo, ‘decime qué hice anoche, pero decímelo con bondad’. Tenía un vacío horrible porque sabía que había hecho algo, pero en realidad tampoco quería que me dijeran, ‘hiciste tal cosa, tal otra’.
El que tiene sed
El que tiene sed es una de las novelas de Castillo, una de las que, a juicio de esta cronista, le valen el eterno amor de sus lectores. Ese libro. Y los Cuentos crueles: entre otras maravillas, Castillo le inventó una Medea gaucha a la literatura argentina. Si alguien se lo perdió, busque el cuento “Patrón”.
-En el diario usted habla de lo auténticamente argentino y dice que es el tango, el sainete, Martín Fierro y el Facundo. Hoy, 50 años después, ¿qué agregaría?
-Agregaría la obra de Marechal, la de Borges, la de Cortázar. Y ciertas obras de Mujica Láinez, como La casa, que es una obra muy nacional. Expresa una manera de ser de una clase, explica la decadencia del patriciado como no lo hizo ningún escritor. En La casa hay un testimonio feroz de Mujica Láinez en contra de su propia clase. Bueno, eso es autenticidad.
-Hablando de otros escritores, qué complicado su vínculo con Sabato.
-Lo conocí a Ernesto cuando yo tenía 24 años y él casi 50. Era un hombre deslumbrante. Fue una relación muy linda, hasta el año 63 o 64. Ya en el año 66, cuando se estrenó Israfel, yo estaba mucho más cerca de Marechal que de Ernesto. En realidad, duró 6 años. Esta era mi verdadera relación con Sabato: estábamos peleados todo el año y en Navidad él me llamaba o yo lo llamaba a él o iba a la casa en Año Nuevo y para Reyes ya había empezado de vuelta la discordia. No se podía ser amigo de Sabato, aunque uno lo quisiera, porque siempre te ponía en las situaciones más incómodas.
-Usted escribió que Marechal era el único autor que respetó humanamente, ¿por qué?
-Porque nunca lo oí hablar mal de otro escritor. La única objeción que yo le vi hacer a él de Lugones por ejemplo, al que no quería mucho, fue una objeción de tipo ético. Recuerdo que dijo que no le gustaba de Lugones que apoyaba solamente a aquellos poetas que se parecían a él.
-También escribió sobre autores más virulentos, como Viñas, que llegó a decir que usted era homosexual.
-Suponiendo que eso fuera una ofensa para mí. Además, creo que cuando fui a casa de David Viñas, fui con Betina –su novia de entonces–; lo hacía para molestarme.
-No parece a la altura de un intelectual tan grande como fue Viñas.
-No sé, pero hay un problema que es de la izquierda argentina, creo que se lo digo a Viñas en la carta que está en el diario también, que para un izquierdista en Argentina, no hay nada peor que otro izquierdista. ¿Te acordás de que Perón decía para un peronista nada mejor que otro peronista? Bueno, para un izquierdista no hay nada peor que otro izquierdista.
-¿Y por qué estaba tan enojado?
-Se especializaba en hacer enojar a la gente. Él contestó un reportaje, yo hice objeciones a ese reportaje y la cita que yo ponía ahí, en mis objeciones, era de Álvaro Yunque, decía: “No confundir hombre fuerte con hombre gordo”. David le tenía una especie de tirria a la gordura, tenía miedo de que le dijeran gordo. David se manejaba a las trompadas con la literatura en esa época.
-Y era grande.
-Sí, era grande, pero como yo decía en la otra carta, en San Pedro había visto un tipo muy grande que murió porque lo picó un mosquito. Eso lo enfureció, la carta que me mandó después, era larguísima y yo le contesté con esta y se la mandé para la casa. Muchos años después nos encontramos y Adelaida, su mujer, me dijo, “qué lástima que no siguieron esa polémica, era tan linda”. Y le dije que David no contestó la carta que yo le mandé, le tocaba a él mandarla. Estaba claro que íbamos a crecer en páginas hasta el infinito, porque él me mandó una de 20 y yo le mandé una como de 30. Yo sé que muchos años después alguien comentó esa polémica y David dijo, en su estilo coloquial revolucionario, que le iba a dar una trompada y le iba a arrancar la cabeza al que insistiera que había algún problema entre Castillo y él, que no había ningún problema. Su generación era gorila, nosotros no éramos peronistas, ni lo queríamos ser, pero no éramos gorilas. Ellos fueron todos frondizistas, después se arrepintieron, estuvieron en todos los puestos clave. Nosotros éramos como marginales, citábamos más a los anarquistas que a los marxistas. Esas cosas a Viñas le parecían juvenilismo, pero éramos jóvenes, ¿qué le íbamos a hacer? Teníamos 25 años, si tenés 25, te tenés que comportar como uno de 25. Se lo dije en la carta, no hay que ponerse el bigote.