Viajar colgado de la parte trasera de un camión de basura a las seis de la mañana bajo el cielo abierto del otoño sanjuanino es, por lo menos, valiente. La humedad de la helada caída durante la noche de fines de abril cristaliza los ojos, el aire torna borrosa la mirada, los lagrimales gotean, las puntas de los dedos de las manos se anestesian.
Cuatro recolectores de residuos viajan colgados del andamio de sus vidas por calle Mendoza en Chimbas cuando todavía el silencio sordo de la noche no se va pero se mezcla con algunos bocinazos roncos que buscan amanecer. Corren con bolsas repletas de desechos en las manos, en medio de mordiscos de perros callejeros, incertidumbres de cirujas que revisan la mugre e índices de precios de humo. Es una carrera contrarreloj, una competencia contra el destino. Colgados del camión se hacen chistes y ríen de risa silenciosa, nadie los escucha, nadie los ve pasar. Eduardo Galeano diría que son "Nadies", sin nombres ni esperanzas, "Ningunos" que se trepan a la vida por la puerta de atrás. Juegan arriba de ese andamio al que llaman oportunidad, juegan a dejar de correr entre perros con sarna y niños burlescos.
Héroes anónimos indispensables para el sistema que tira sus porquerías en tachos herrumbrados y bolsas negras. Sobreviven alzando desperdicios a veces con contratos magros que no incluyen el monto por insalubridad. Los que tienen más suerte reciben una remuneración que está por encima de la línea de pobreza y una obra social que será muy utilizada porque después suelen contraer enfermedades respiratorias crónicas o les aparecen manchas en la piel. Nunca reciben homenajes por su labor altamente higiénica para la sociedad, los esconden bajo la alfombra como se esconde a la mugre y a los hechos de corrupción. Cada 2 de octubre, en la Argentina es el Día Nacional del Recolector de Residuos, casi nadie lo sabe y ellos pasan desapercibidos en el camión. Sus hijos no les cuentan a sus amiguitos de qué trabaja el papá.
“Hacemos el trabajo que nadie quiere hacer”, me dijo en el 2011 un joven sanjuanino de mirada triste pero dura, un contratado que cobraba migajas que le servían sólo para pagar algunos materiales de la carrera universitaria de diseñador gráfico. “Acá hay que tener buen estado físico, nosotros corremos por lo menos seis horas diarias al lado del camión, haga frío o calor”, me aclaró en el 2010 un hombre con manchas de sacrificio en la cara, marcas de piel quemada y curtida por las heladas invernales en la provincia de San Luis. En marzo de este año, un recolector de Misiones encontró de entre los desperdicios un portafolio con 41.400 pesos, buscó al empresario dueño de los fajos de billetes y se los entregó. Ocurrió en la localidad de –vale resaltar la ironía- Apóstoles. En la basura, estos trabajadores a veces encuentran juguetes desechados por hijos de millonarios que bien higienizados les sirven después como hermosos regalos para sus niños.
Cuando llegan a casa, el abrazo con sus nenes queda demorado porque el papá primero tiene que pasar directo a la ducha y ponerse ropa limpia para recién poder sentirlos entre sus brazos musculosos y cansados por el ejercicio diario de lanzar bolsas de mugre desde el pavimento a la caja del camión, Ginóbilis de una NBA callejera y doliente, atletas sin medallas que saltan difíciles obstáculos en la vida, como la poca consideración de algunos y la mirada rebajadora de otros. Viajar colgado de la parte trasera de un camión de basura a las seis de la mañana bajo el cielo abierto del otoño sanjuanino es, por lo menos, valiente. Pasará otro año más de resfríos, gripes, dolores lumbares y cervicales y tal vez ahora sí llegue la recompensa. Al menos una botella de sidra que un noble vecino deje al lado del canasto de residuos para brindar en Nochebuena.