De la viveza criolla al Código Penal: miénteme como siempre

Por Silvia Marcet 
A propósito del debate sobre el proyecto de nuevo Código Penal, separaré los tantos. Un factor es el delictivo, que tiene un margen aparentemente inextinguible en toda sociedad humana y otro tema muy distinto es la corrupción generalizada.

En torno a lo primero, dos factores me alarman como ciudadana común:
1) En el nuevo código se llevan muchos hechos graves (secuestro, corrupción y sustracción de menores, extorsión, suministro de estupefacientes, etc.) a un promedio de años que fácilmente convierten al delito en excarcelable.
2) Se elimina el factor reincidencia en crímenes agravados.

En el fondo de la cuestión está la doctrina de los principales juristas impulsores. El ministro de la Cortes Suprema de Justicia Eugenio Zaffaroni no cree en la pena privativa de la libertad, explica Ramiro Gutiérrez, vicepresidente de la Cámara de Diputados bonaerense, especialista en Derecho penal. “Cree que la cárcel es simple imposición del dolor, la pena sólo sirve para criminalizar y no para resocializar. El cree que el Estado de Derecho es aparente, porque en realidad, debajo, vive el estado de policía que va por los más vulnerables.” Esta concepción es compartida por cientos de jueces conocidos como “garantistas” en toda la Argentina.

Está claro que la prisión es un sistema lejano a la perfección en su misión de reinserción social. Más aún, históricamente ha funcionado como institución de posgrado en las artes del Hampa. La tragedia griega en que terminó la miniserie Tumberos (2002) reflejó una realidad tan cruenta como vigorosa. ¡Hasta los círculos del infierno de Dante palidecen frente a escenarios filmados en los auténticos pabellones de Caseros! Que aún persistan estos demoníacos lugares es inaceptable. Pero eso no lo hace menos cierto. Y aún así, los sistemas penales son los instrumentos menos barbáricos con que cuentan nuestras sociedades modernas para proteger a los ciudadanos que desean trabajar, transitar, cumplir, pagar impuestos, manejar sus autos o motos con precaución, vale decir: vivir en sociedad respetando al otro. Claro está, la condición básica para que un ciudadano pueda llegar a tener estas motivaciones está en su educación, necesidades básicas cubiertas y demás factores psico-sociológicos que necesitamos para comenzar siquiera a pensar libremente.

El problema vertebral es que nuestra sociedad no cuenta con muchos resortes capaces de reducir niveles de delictividad. Como una economía estable, mayores índices de empleo en blanco sostenidos en el tiempo, policía y gendarmería organizada, políticos un poquitín más sinceros, fronteras custodiadas, sistema de radares que funcionen. Todo esto va en geométrica retracción. Pero tampoco contamos un factor fundamental: la honestidad como valor compartido. El respeto por lo propio y, por extensión, por lo público. Y aquí es hacia donde oriento mi reflexión: al continuum de acciones humanas que significan el no respeto por la propia vida y la vida ajena, comenzando por la picardía y la viveza criolla hasta llegar a los crímenes más organizados y horrorosos.

Hagan la prueba en ronda de amigos o de familiares y verán: “Hay que hacer lo que hay que hacer para zafar”; “Hay que vivir”; “Si tengo la posibilidad de tener algo por medio de acomodo o influencias, lo tomo sin dudar”; “Los ideales no dan de comer”, son algunas de las frases más comunes obtendrán como respuesta. Y esto es así porque siempre fue así y porque si lo hace el de arriba, a gran escala, por qué no lo voy a hacer yo que soy el último orejón en el tarro. El mortífero “no te metás” cotiza. La lógica del viejo Vizcacha también. Yabrán not dead.

Desde la cúspide de la Corte Suprema de Justicia de la Nación el mensaje que se baja no es mejorar el sistema carcelario o apuntar al sinnúmero de factores que hacen de las villas miserias y barrios marginales a lo largo y ancho del país, escuelas y universidades del delito. Todo lo contrario. ¿O no se molestó quien hasta ayer era gran admiradora de la presidenta, Susana Trimarco, cuando se enteró de lo que nuevo el proyecto prevé para la Trata de menores? Entre otras cosas, marca que cuando la víctima de la trata es aún menor de 18 años se baja el mínimo de la pena de 10 a 4 años de prisión. ¿O no se indignó Carolina Píparo (la embarazada baleada, que perdió a su hijo no nacido en una salidera bancaria en 2010) y nos interpeló a todos: “Si la víctima es el que dispara, ¿qué son las personas como yo?”.

Dijo el psicólogo social Osvaldo Teodoro Hepp en 2004: “La picardía, astucia rudimentaria, es el arma autodefensiva del pobre, del que sabe que las grandes cosas le están vedadas. De allí que el pícaro, hasta el más pequeño engaño, lo vive como un gran trofeo. Acostumbrado a la mishiadura, se vanagloria de comer gratis un asado, de no pagar la entrada a un partido de fútbol, de hurtar el cenicero de un bar, o pavonearse con la prebenda de su “amigo” el político. Pero convengamos en que solamente con la picardía el pobre no cambia su condición de tal. Para ello debe manejar la viveza, habilidad maliciosa que se aprende a destilar finamente en los sectores medios y altos de nuestra sociedad”. “Seguramente por eso, prosigue Hepp, la vigencia de la llamada viveza criolla alarmó a Eduardo Mallea, autor de “Historia de una pasión argentina”, en su tiempo como si fuera hoy.

El “vivo” (mayormente, el pobre), el “tilingo” y “farolero” (arquetipo de Isidoro Cañones), el “medio pelo” de Arturo Jauretche (sujeto inconforme y superficial, con muchos derechos y ninguna obligación) tienen, para Mallea, “la extraordinaria ductilidad para aceptar cualquier rol, como en el teatro y también para callar lo que sienten y expresar solamente lo que conviene decir, como en un partido de truco”. Afirma que generación tras generación, muchos de estos prototipos fueron saliendo de los grupos más instruidos y lo más grave: fueron enseñados por sus mayores y pares exitosos “para respetar los símbolos externos de una apariencia cuya máxima jerarquía son los títulos, los cargos públicos y la posesión de bienes materiales”.

La violencia física y simbólica, como en un hogar, no puede erradicarse en forma absoluta y total. Pero en nuestro país, está claro que siempre existió un aval que baja desde lo más alto e instruido de las clases, hacia las menos pudientes económicamente, menos educadas y más excluidas. Esta referencia, junto con la anuencia a los delitos más graves es a mi entender, un guiño más, un vagón más en el pesado tren que viene desde atrás. Porque el engaño, la viveza criolla, que con complicidad, jocosa y hasta orgullosamente amasamos como comunidad nacional, es “una herencia perniciosa” para Mallea. Y sigue el autor: “su género principal es el discurso, su apoteosis el banquete, su seducción más inquietante, la publicidad. Siempre una definición externa, un gesto, algo enteramente mundano y superficial, ha determinado nuestra autoestima, nuestra reputación social”.

¿Cómo entonces, pensaremos en respetar las normas de tránsito si nadie respeta la declaración jurada de bienes, si está tan vigente la letra del tango que inmortalizó a Enrique Santos Discépolo; si nuestros representantes con mayores responsabilidades son eximidos sistemáticamente de sus flagrantes asociaciones y enriquecimientos ilícitos, de sus faltas monstruosas a deberes de funcionarios públicos? Que viva la desconsideración.

Llegan acordes de la canción del mejicano Luis Miguel:
Miénteme como siempre,
por favor miénteme
necesito creerte
convénceme.

Miénteme con un beso
que parezca de amor
necesito quererte
culpable o no.

No tengo ya derecho a reprocharte nada
pues nada queda ya de ti, de ayer.
Qué pena, nuestra historia pudo ser fantástica
y ahora dime mi amor
¿Quién te va a defender?