Por Federico Agüero
Admito que algunos días soy un poco pesimista, que me gana la tristeza e imagino que el prójimo es un narco delincuente dispuesto a matar a un bebé, o es un funcionario con aspiraciones de empresario que vende lo que sea por enriquecerse. Y quizás es en esos días que estoy más distraído, bajo las defensas porque pienso que todo está perdido y, efectivamente, pierdo cosas valiosas, entre ellas algunas materiales.
El caso es que en esta semana que no hay escuela, mis hijas ya no tienen edad de guardería y no les gusta el agua fría de las mañanas en las colonias, salí con ellas a hacer unos trámites. Las aburrí de caminar de un lugar a otro para pagar y retirar trámites, tanto, que me apiadé de ellas luego de varios ruegos y compre unas facturas y nos fuimos a la plaza de la joroba también bautizada como Hipólito Irigoyen.
Hicimos un picnic corto en un banco y luego ellas fueron a divertirse en lo que queda de los juegos inaugurados en la última campaña electoral. Con un ojo las miraba, con el otro examinaba unas facturas, contaba plata y pensaba en los minutos que tenía para terminar la mañana con todos los casilleros llenos.
De un momento al otro tuve un ataque apuro, las llamé y seguimos viaje a toda marcha. Al llegar a un comercio donde debía retirar un trabajo, quise pagar y noté que no tenía la billetera. Que pedazo de embole, maldije y putié durante un rato, mientras hacia los caminos inversos mirando en todos los rincones de la vereda, los cordones, los bancos de la plaza y los juegos. Luego de un primer momento de pánico tuve dos signos de optimismo espontáneo. Pensé que quizás nunca baje del auto con la billetera, aunque sabía que era más que nada un deseo, el anhelo de una solución mágica para mi descuido.
Cuando pude revisar el auto y dar por tierra con mi ilusión, me atacó el segundo pensamiento optimista. Recordé que en la billetera tenía un billete del “Loto”, con pozo vacante por 79 millones que tenía chances de salir sorteado esa noche al igual que cualquier otro billete. Entonces pensé que perdí los números ganadores, que no podría cobrarlos porque perdí la billetera. Pensé que alguien iba a presentarse a cobrar mi premio y que no tenía forma de comprobar que no era así. Sentí tanta bronca y vergüenza. Iba a pasar a la historia como el gil que perdió los 79 palos. Por eso no le conté a nadie lo que había pasado, llamé a los bancos para dar de baja las tarjetas, por las dudas que, además de gastar mi premio, algún degenerado quisiera sacar mi sueldo y comprar electrodomésticos a precio dólar con mi tarjeta de crédito.
¿Visitar a un homeópata, un psicólogo, un psiquiatra? ¿Con qué energía encarar los trámites que tenía por delante para rehacer el DNI, el carnet de conducir, de la obra social? ¡Perdí los boletos capicúa! En todos estos razonamientos trastornaste me hallaba cuando sonó mi teléfono y era mi viejo, que llamó para contarme que un hombre pasó por su casa, todavía mi domicilio legal, para dejar mi billetera “¿Quién era?” “No sé, como no sabíamos que habías perdido la billetera no le dimos mucha piola pensando que podía ser un engaño, la dejó, se fue y no le preguntamos el nombre”.
Sentí esa alegría que se siente en el cuerpo, se me aflojaron todos los nudos desde la cervical a las pantorrillas, y luego de cortar me dieron ganas de gritar de contarle a todo el mundo la suerte que tuve. En el Loto por supuesto que no pegué ni un número.
Al reencontrarme con la billetera, que tenía todo lo que tenía cuando yo la perdí, me invadió la pena no poder conocer a la persona que me dio tanto en un gesto tan sencillo como devolver algo ajeno encontrado. Tan grande es la mediocridad en la que vivimos que hasta me hubiera parecido bien que tomara algunos billetes, quizás por la molestia de buscar el domicilio y viajar hasta allí, pero no lo hizo, y eso me obliga a partir de ahora en no perder nunca más la fe en mi prójimo y ante cualquier problema salir a buscar a gente que como uno, desinteresadamente, quiere hacer las cosas bien y ser honesto. También voy a cuidar más mi billetera.