Por E. Simón
Ricardo Iorio me pregunta si soy bautizado. Acabo de entrar al Hotel Ischigualasto donde almuerza con su equipo, y le regalo mi libro 77 historias. Cuando lee "Simón", me pregunta si soy judío porque, de ser así, me dice que no tendría que estar en su mesa. Le digo que mis ancestros están en Siria y Líbano, pero que soy nacido en Bolivia y nacionalizado argentino. Me siento a su lado y me dispongo a escuchar la catarata verborrágica de ideas que afloran de su peculiar mente.
Limado, Ricardo, con unos tragos de whisky encima, me da la impresión de alguien acabado que lucha por salir a flote mientras la arena movediza de la vida se lo va tragando. ¿Sabés por qué a Fito le pagaron 800 mil pesos para tocar dos temas para el Bicentenario y a mí no?, me pregunta Iorio. No le contesto. Entonces contraataca: Vos me tenés que preguntar por qué. ¿Por qué? Su respuesta empieza a incomodarme: Porque yo con esa plata compraba rifles para cuando nos ataquen. Advierto en el tipo un delirio afiebrado y
paranoico. Una idea nacionalista emparentada con el nazionalsocialismo que hizo fecundar la prédica de Hitler. Aunque lo debo admitir, Iorio es inofensivo, la decadencia lo hace inocuo. Pienso en irme pero no quiero ser descortés. Al fin y al cabo, vine acá para saber un poco más de este personaje que los medios han insuflado con paciencia franciscana.
Iorio pide a dos de la mesa, veteranos, que saquen las guitarras, me quiere dedicar un tango. Acepto de buena gana. Cuando empieza a cantar me encuentro con un cantor desafinado y patético, casi aburrido, si no fuera que es Iorio, el tipo que en 1979 fundó el grupo V8. Hoy cantante de Amafuerte, se ha convertido en un esperpento tiempo completo. Me llevo ésa sensación. Apenas ha entonado unas estrofas. Miro hacia la calle por la vidriera del comedor del hotel, entonces detiene la música. Se da cuenta que no le estoy prestando atención. Me pide que me vaya, si no lo voy a escuchar. Volvé a la sinagoga, me dice, reflotando esa xenofobia que le florece desde lo más íntimo de su ser. No soy judío, le contesto, pero si lo fuera no tendría vergüenza en decirlo. Tampoco soy católico, aclaro. Le tiendo la mano, le digo que fue un placer y me voy mientras el viejo se queda despotricando. En el fondo lo entiendo: Iorio es la metáfora de la Argentina. Es ese constante malentendido en el que navegamos mientras el naufragio nos saca fotos para subirlas a facebook.
Camino unos metros, subo al auto, lo pongo en marcha y me voy. Enciendo la radio. Suena Yupanqui, lo tomo como una señal divina, a pesar de que estoy casi convencido de que Dios está harto de todos nosotros.